Bastaría con que dejase de creerme ser lo que siento, que dejase de creerme ser lo que pienso, lo que imagino, lo que deseo para que pudiera sentir, pensar, imaginar y anhelar y mi paz interior permanecería intacta.
Y es que lo que nos hace sufrir no es sentir, pensar, imaginar, ni tan siquiera anhelar… lo que nos hace sufrir es la identificación con. Hubo un tiempo en que luché por no manifestar la emoción que repentinamente aparecía en mi presente, gastando una enorme cantidad de energía en mantener en calma el océano de las emociones, y así ocurría que cuando llegaba una tormenta mayor que mi capacidad de pacificar, me sumía en un inmenso dolor. Y así, incluso cuando lo conseguía el poso que quedaba en mí era el poso de la culpa, ésa que me decía que si la emoción seguía apareciendo era porque algo no estaba haciendo bien, esa culpa que me decía que no era lo suficientemente buena, que no estaba lo suficientemente limpia, que no brillaba lo suficiente. La culpa, siempre la culpa. Y de este modo el juicio feroz hacia mi misma me encerraba en una cárcel, espiritual, sí, pero una cárcel al fin que no era diferente de la cárcel de las emociones en la que más antaño aún había estado apresada.
La carcel que me esclavizaba por la identificación.
Las emociones, esas inevitables compañeras de viaje que aparecen mostrándonos una valiosa información acerca de los condicionamientos sobre los que hemos ido construyendo la personadlidad con la que experimentamos la vida, la personalidad que nos permite jugar en este divino juego que comienza cada amanecer. Y la naturaleza de esos condicionamientos, las sandalias que calzo, no difieren de la naturaleza de los condicionamientos del que se sienta frente a mí en la cafetería cada mañana o de aquel con el que me cruzo a la vuelta de cada esquina. Y entender que nuestra mente nos condiciona supone entender que todos somos iguales, que la luz que portamos es la misma aunque difiera el polvo que cubre el cristal del faro en el que somos. Nuestro trabajo como guerreros de luz, no es impedir que las emociones afloren, no. Cuando las emociones se reprimen, el polvo se incrusta y opaca la luz que proyectamos. Cuando las emociones se reprimen cuesta más limpiar la mugre. Nuestro trabajo como guerreros de luz no es tampoco permitir que las emociones, descontroladas, afloren por doquier invadiendo nuestro espacio y el de los otros. No, nuestro trabajo como guerreros de luz es al observar la emoción en el momento en el que surge, recibir la información acerca de las sandalias con las que camino e integrarla, aceptándola como lo que es, sin rechazo ni identificación. Sabiendo que no reflejan lo que somos, sino como me decía un buen amigo, reflejan lo que portamos.